¡Otra vez! Mamá me grita porque dice que tiendo mal la ropa, pero yo me he asegurado de colocar cada pinza bien apretada y, aun así, han desaparecido tres calcetines. Ayer fue el babero de Carlota y la semana pasada el pantalón de deporte de papá.
He decidido que de hoy no pasa. He ido al baúl de los disfraces a por la pipa y el abrigo de detective de papá. Me va un poco grande y arrastro un palmo del abrigo por el suelo.
Mica lleva unos días un poco rara. No deja de mirar fijamente a través de la ventana. Ni siquiera muestra interés por desgarrar la tela del sofá o de tumbarse en mi cara mientras echo la siesta. El otro día empezó a dar zarpazos al cristal de la ventana mientras maullaba. Al principio no le hicimos caso, pero cuando siguió haciéndolo llamé a mis padres. Incluso Carlota nos miraba con curiosidad desde su trona.
Cuando nos asomamos por la ventana en la que estaba Mica, no vimos nada. Esperamos unos segundos. Un, dos, tres…diez. Nada. Entonces mamá y papá se fueron, pero Mica no desviaba la vista, y eso me hacía sospechar. Seguí el rastro de sus pupilas rasgadas y vi que llegaba hasta detrás de un matorral que había al otro lado de la calle. Ya oscurecía y solo había claridad gracias a las escasas farolas del vecindario. Salí de casa con mi abrigo de detective y una linterna. Mica seguía de pie en la repisa de la ventana, tiesa como una esfinge. Si no hubiese sido mi gata, probablemente me habría dado miedo.
Cuando llegué, detrás del matorral no había nada. Solo unas ramas despojadas. Me di la vuelta, decepcionado. Entonces vi que el otro lado del matorral seguía cubierto de hojas y de pequeñas bayas moradas y me di cuenta de que pasaba algo.
Alumbré su interior. ¡Uno de los calcetines perdidos estaba ahí! Debía ser el de papá. Era gigante. Dejé la linterna un momento en el suelo mientras trataba de alcanzarlo. Justo en ese instante las ramas se zarandearon con fuerza y algo salió de ellas a toda prisa. Solo vi una sombra perderse a lo lejos, y para colmo, el calcetín ya no estaba.
Abatido, fui a casa a cenar. Al día siguiente continuaría con el caso. Mi padre siempre decía que el estómago lleno agudizaba el ingenio, y si quería encontrar al ladrón necesitaba todos los sentidos de mi parte. Durante la cena me entraron ganas de decirle a mamá que no había sido yo y explicarle lo que había encontrado, pero preferí esperar. Si descubría quien andaba detrás del robo, mi recompensa sería mayor.
Al día siguiente dejé un plato con ciruelas bajo el matorral y camuflé una cámara entre las hojas. Si le gustaban las bayas, seguro que las ciruelas no serían una excepción.
Pasaron horas sin ningún movimiento. Solo un par de perros se acercaron a olisquear el plato. La espera era más aburrida que un día de pesca. Crucé los dedos e imploré a la suerte que me escuchará, como cuando sorteábamos el sabor de los sugus y me tocaba el de cereza.
Miré de nuevo la cámara. ¡Ahí estaba! Vi como cogía las ciruelas y se las comía de dos en dos con sus pequeñas manos. Rebañó el plato con la lengua y marchó hacia la avenida principal. El ángulo de la cámara ya no alcanzaba sus movimientos por lo que salí a toda prisa de casa y seguí sus pasos. Giró la tercera calle a la derecha y aparecimos en una plaza en la que había un mercado con paradas de todo tipo: legumbres, fruta, quesos mieles y por supuesto, ropa para todas las edades y tamaños. Se paró delante de la parada de las frutas y la señora que atendía le miró con gesto cómplice y esbozó una sonrisa.
–¿Qué me traes hoy, pequeño? – le preguntó con interés – ¡Vaya, vaya, un suéter! Seguro que a la Paca le interesa. Toma anda, que te lo has ganao – le dijo mientras le extendía un enorme mango.
Mientras tanto, yo intentaba asimilar todo lo que estaba ocurriendo. Seguí a la mujer de las frutas con sigilo hasta la parada de la Paca. En ella tenía montones de ropa, la mayoría a un euro, aunque no le hacía falta ningún cartel, pues lo vociferaba en cuanto volvía a llenar los pulmones de aire.
Entonces las vi. Entre la montaña de ropa estaban nuestras cosas: el babero de Carlota, los pantalones de papá y el par de calcetines que faltaban.
Pensé en llegar a casa corriendo y contárselo a mamá y papá, pero entonces paré en seco. Se reirían de mí y me dirían que los niños tenemos mucha imaginación. Al fin y al cabo, ¿cómo iban a creerme cuando les dijera que el ladrón era un mapache?