Los colores tenían muy claro el lugar que ocupaban por una simple razón: jamás se lo habían cuestionado.
Azul, sin embargo, se lo preguntaba a todas horas. ¿Cómo sería un árbol lila? ¿Y un perro amarillo? Una vez se lo comentó a uno de sus compañeros, pero este no tardó en ridiculizarlo y aconsejarle que no pasara tanto tiempo en el cielo, pues hacía que solo viviese absorto en sus ensoñaciones. Azul se sentía insatisfecho y le entristecía no poder compartir con nadie más sus inquietudes.
Un día, a hurtadillas, bajó para ocupar el lugar de otros colores. Pensó que resultaría divertido, y que, con que sólo uno de ellos diera el paso, el resto se animarían a hacerlo. Llevaba mucho tiempo queriendo saber que se sentía habitando otra piel, otro objeto, otra forma. Su entusiasmo, sin embargo, hizo que no tuviera en cuenta un importante detalle: dónde se iba a manifestar era algo que estaba fuera de su alcance, pues, como todo deseo, la incertidumbre de sus consecuencias era el factor principal.
La textura de su nuevo refugio era muy diferente de lo que estaba acostumbrado: era esponjosa y crujiente, llena de pequeños túneles de aire en su interior. Mientras investigaba el nuevo descubrimiento, oyó el sonido de un tintineo acompañado de unos pasos tras la puerta.
—Buenos días, Julián.
—Buenos días, Fernando. ¿Que será?
— Pero bueno, ¿y esto? No te tenía por alguien que caía en este tipo de modas.
— ¿De que me estás hablando?
— Este cruasán…¡azul! No quiero saber ni la de colorante que lleva. ¡Ya no sabemos ni lo que comemos! Que mira, Julián, es llamativo sin duda, pero de ahí para llevárselo a la boca…
Algo nervioso, Azul marchó tras lo sucedido, recordando el discurso del resto de colores. No obstante, los túneles de aire y el olor de su nuevo hábitat le habían resultado de lo más divertido, pues a pesar de todo lo que el cielo podía ofrecer, aún no olía a mantequilla. Cerró los ojos bien fuerte, prometiéndose a sí mismo que esta era, de verdad, la última vez.
Su nueva textura era húmeda y tenía dos agujeros. Algo caliente y viscoso le pasó por encima varias veces con insistencia hasta que un silbido le llamó en la lejanía. Sabía que debía ir pero un fuerte olor le distrajo, convirtiéndose en su único foco de atención.
Su sentido del olfato estaba expandido como nunca antes, haciéndole sospechar que estaba en el hocico de un perro, pues era incluso capaz de oler el perfume de una mujer que se encontraba a kilómetros de distancia. Aún así, lo único que importaba era llegar al final del rastro, cada vez más acentuado. Sentía que era de vital importancia y corría hacía él movido por una inercia que ni él mismo llegaba a comprender. Empezó a oír el tintineo de cencerros, acompañados por algún que otro mugido. Cuando llegó, Azul sintió el entusiasmo que embargaba el cuerpo de la criatura que le acogía como huésped en su cuerpo. Sin embargo, miró la escena horrorizado. Allí estaba Marrón, ocupando aquel lugar tan poco envidiable sobre el que se dejó caer sin remedio.