Escribo porque me hace sentir libre.
Porque me permite recorrer mundos que siento como mios y algo me empuja a compartirlos.
Me gusta trazar historias en las que todos caminemos juntos, descubriéndolas a la vez.
Pensando en las infinitas posibilidades en las que pueden ser imaginadas.
Escribo porque aquí me siento protegida. El papel y la tinta son mi refugio. Me escondo entre sus curvas en mis momentos de tristeza. En los que siento que un sueño no puede ser. Lo que escribo me recuerda que sí.
Todo motor de una historia es la motivación que hay de lo que se persigue. Con qué fin se hace. A qué precio. A qué se debe renunciar. Nuestro personaje aprende a sacar lo mejor de lo peor, y ahí es dónde apreciamos su arco evolutivo.
Muchas veces reflejamos en los personajes no solo realidades, sino proyecciones de como nos gustaría que fueran esas realidades, procurando alejarnos de la instasfacción que genera aquella en la que vivimos.
La vida es preciosa, pero es triste ver como se pierde tanto potencial debido a nuestra condición humana. ¿Aprenderemos? Me gusta pensar que algún día sí.
Escribir es visceral. Me sumerge en un estado de trance en el que no tengo tiempo para pensar en aquello que estoy escribiendo. Los dedos me llevan y es una sensación alucinante. Simplemente fluye. ¿De dónde viene? ¿Qué lugar ocupamos como narradores de historias?
Siento que el propósito de escribir no es otro que nos recordemos la importancia de que estamos aquí. Que podemos aprender a amar y perdonar, pero que podemos ser humanos a lo largo de ese camino, enfadarnos, castigándonos o incluso siendo injustos con aquellos que nos quieren.
Una historia necesita autenticidad. Para que los lectores se sumerjan en ella, para acompañarlos si se sienten incomprendidos o solos. Para ver en el personaje lo que ellos no se sienten capaces se hacer y el se encargue de recordarles que no es así.
Feliz día del libro.
Buen razonamiento.
🙂