Cuando alguien ve el resultado final de un proyecto, pocas veces se para a pensar en las dificultades que pudieron surgir en su proceso. Especialmente, las inseguridades con las que tuvo que batallar su autor. Y creedme, en la mayoría de los casos no son pocas. Son las situaciones incómodas las que le confrontan ante la gran cuestión: la batalla de darse valor. Cuando creas, que tu mente navegue entre “qué gran idea” y “menuda mierda” es una constante. En mi caso, procuro recordarme disfrutar del proceso de aquello que estoy creando, reír con mis ocurrencias y ver cómo un mundo que rondaba por mi cabeza se va materializando. La presión hace que me aleje de ese “ahora” inherente al acto de creación, dando paso a la crítica. Pero aún no es su momento. Ese ya vendrá después, durante su corrección. Antes tienen que aparecer esas pequeñas voces llamadas “aventura” y “exploración”, que son las que nos permiten generar esos pequeños mundos dónde sumergirnos, y, sobre todo, donde brindar la oportunidad a otros de que se sumerjan.
No dejo de pensar en la de relatos que quedaron olvidados en escritorios de todas partes del mundo. Ideas brillantes atrapadas en el pensamiento de no ser válidas, de no ser suficiente. ¿No es acaso esa sensación de insuficiencia fruto de no darse a uno mismo el valor suficiente?
Escribir es un acto solitario. Igual de solitario que las decisiones a las que hacer frente cuando se teje una historia. El verse incapaz puede ser, en muchas ocasiones, un pensamiento ocurrente. Sin embargo, cuando lo dejamos de lado y nos permitimos disfrutar, surge la magia.
Después de pensarlo tanto, llegué a la conclusión de que no importa tanto del resultado final, sino de lo que disfrutamos hasta llegar hasta allí.
¡Sigue, sigue!
Eso quiero decirme a mi misma para no olvidarme de lo importante: disfrutarlo.
Besos.