Jimmy era una alegre hoja de fresno que vivía en una ciudad al norte de Europa. Era una de las hojas más altas del árbol. Disfrutaba de las bonitas vistas, viendo a los niños correr tras la pelota o comer un delicioso bollo en forma de lazo llamado brezl. De todos ellos, tenía especial afecto por Klara, una niña de apenas unos 6 años, de pelo rojo y piel pecosa, que iba a jugar al parque con su abuelo cada día al salir del colegio. Se sentaban a la sombra del árbol y el abuelo empezaba a narrarle historias sobre bosques mágicos que bostezaban cuando nadie los veía, o delfines de color rosa que vivían al otro lado del mundo. Klara escuchaba sus historias fascinada, pero no era la única. Desde lo alto, Jimmy también ponía toda su atención, soñando con aquellos mundos fantásticos. Lamentaba los días de fuerte lluvia pues esos días las historias aprovechaban para dormir y nadie se sentaba a los pies del árbol.
Aquella tarde era gris y hacía viento. Jimmy se miró y se dio cuenta de lo amarillo que se había puesto en tan sólo un par de días. Era otoño. Le entró el pánico y empezó a temblar. Las otras hojas le miraban entristecidas, sabiendo que no podían hacer nada para evitar lo que iba a pasar. Una ráfaga le embistió suavemente, pero con la suficiente fuerza como para desprenderle del árbol. Empezó a ondear en el aire y vio como caía en picado hacia el suelo sin remedio, donde le esperaba un enorme charco marrón.
–¡NOOOO! – gritó, cerrando los ojos con fuerza. Una sacudida le elevó de nuevo en el aire. Jimmy estaba aturdido, y se sorprendió al verse tan alejado del suelo, cuando un segundo antes parecía que aterrizaba en él.
– Hola amigo, ¿te vienes a dar una vuelta? – oyó que le susurraba una voz. Sin embargo, no había nadie a su alrededor. Jimmy se sobresaltó y miró a los lados.
– ¡Estoy aquí, aquí! – repitió– no puedes verme, pero sí oírme.
–¿Quién eres? – preguntó Jimmy con extrañeza.
– El viento.
–¿A dónde me llevas?
–Lo verás enseguida.
Y mientras el viento lo acunaba, empezaron a sobrevolar las calles de la ciudad. Jimmy se quedó fascinado con todo lo que veía. Vio a muchas niñas de la edad de Klara salir de un sitio llamado panadería con los brezl que tan a menudo veía en el parque. ¡Así que sale de ahí! – pensó Jimmy. El olor era delicioso.
Siguieron adentrándose en las calles, esta vez a ras de suelo, pasando cerca de muchos perros que le miraban curiosos. Cruzaron un puente transitado de gente y lleno de estatuas que se movían y músicos que animaban el ambiente. Doblaron la esquina y se enfilaron por una estrecha calle llena de casas bajitas con dibujos en sus fachadas.
–Ya llegamos – dijo el viento.
Se pararon en la segunda casa y descendieron hasta una ventana. Dentro, una luz tenue iluminaba la habitación. Las cortinas estaban a medio cerrar, así que Jimmy no pudo ver su interior por completo, pero lo que vio fue más que suficiente: En él había una mesa de escritorio con un bonito cuadro de delfines rosas colgado encima. En la silla, una niña de pelo rojo pintaba en un cuaderno. Se oyeron unos pasos y alguien entró.
–Hay que cerrar bien las ventanas Klara. Parece que habrá tormenta esta noche.
–Sí papá, ya las he cerrado bien. Mira, ¿te gusta? Le he hecho este dibujo al abuelo para su cumpleaños.
–Qué bonito cariño, seguro que le gusta mucho.
–Sí. Es nuestro árbol.
Klara miró por la ventana sonriente, y a los pocos segundos su padre le avisó para bajar a cenar. Jimmy no supo si fue así o se lo imagino, pero le pareció que la niña le mandó un beso antes de cerrar las cortinas.En ese instante, supo a dónde quería ir.
–Dime viento, ¿existen de verdad los delfines rosas?
La única respuesta que obtuvo fue una sonora risa, mientras poco a poco se empezaron a elevar en el aire. Estaban tan altos que parecía que iban a chocar contra la luna. A lo lejos, una gran extensión de agua se abría ante ellos.
***
Jimmy se pasó durmiendo prácticamente todo el viaje. Viento le mecía arriba y abajo como si estuviera en una cuna mientras las estrellas le cantaban. Miró el reflejo de la luna antes de quedarse dormido del todo.
–Ya casi hemos llegado– murmuró Viento.
Jimmy abrió los ojos, aún medio adormecido. Al mirar hacia abajo no pudo esconder su sorpresa. Todo era verde a su alrededor. Había millones de plantas diferentes y un gran río que las cruzaba. Por mucho que mirase hacia delante, no se veía donde acababa.
–Esto es el Amazonas, Jimmy. Aquí hay más de 10.000 especies de animales y plantas diferentes. ¡Ni siquiera yo las conozco a todas! – dijo Viento riendo. Debía haber pocas cosas en el mundo que él no había visto. Al fin y al cabo, podía viajar a donde quisiera.
–Pero hay una que sí conozco, y muy bien, además. Te encantará, ya lo verás.
–¿Qué es?
–Es una sorpresa, no te lo voy a decir.
–¡Va dímelo! ¡No se lo diré a nadie!
–¿Y a quién se lo ibas a decir? – dijo Viento mientras conducía a Jimmy por el río hasta llegar a un pequeño arroyo. Iban a toda velocidad cuando oyeron saltar algo en el agua a pocos metros.
–¿Qué ha sido eso? – preguntó Jimmy asustado.
–GLUP, GLUP,GLUPPPP
El sonido se acercaba, cada vez a más velocidad.
–“tatata iiiiiii” “tatata iiiii” “tatataiiii” “TATATA IIII”
–¡Hola Maya!
–¡Hola Viento!
Maya asomó la cabeza para saludar a sus visitantes.
–¿A quién me traes hoy por aquí? – preguntó curiosa.
–Este es Jimmy. Hemos hecho un largo viaje desde Europa para que te conozca– dijo Viento mientras le daba un empujón a Jimmy. Parecía que se había quedado sin habla.
–¡Hola Jimmy! – dijo Maya mientras chocaba sus aletas la una contra la otra para saludarle.
–¡Eres un delfín rosa! – dijo Jimmy emocionado – ¡un delfín rosa!
–Sí, eso parece – respondió Maya mientras daba saltos por el agua.
–Es que no me creía que existieran. Pensaba que sólo estabais en los cuentos y que sólo existían los delfines grises en la vida real…
Maya se rio bien fuerte. La carcajada de delfín era lo más divertido que había oído. Cuando abrió la boca vio que la tenía llena de pequeños dientecitos, uno detrás del otro. Empezaron a aparecer más delfines como ella. Uno, dos, tres. Enseguida fueron 10.
–Esta es mi familia, Jimmy.
–¡Wow! Así que las historias de los cuentos del abuelo no mentían. Ojalá pudiera contárselo a Klara. O mejor… ¡ojalá estuviera ella aquí!
Sólo de imaginársela rebosaba de alegría. Seguro que iría cogida de la mano del abuelo, dando saltos entusiasmada y señalando a todos lados. Lo único que le preocupó era que tuvieran brezl. ¿Habría en el Amazonas?
–Oye…Maya… ¿Aquí tenéis brezl para comer? – se atrevió a preguntar. No recordaba ocasión en la que Klara no llevase uno mordisqueado entre las manos. Sus favoritos eran los rellenos de mantequilla.
“Si no hubiese nacido siendo una hoja de fresno sería panodero o como se diga y me dedicaría a hacer brezl. ¡Todos los niños me querrían!” pensó ilusionado.
Pero un sitio donde no los hubiese…empezó a echar de menos Europa. Los delfines eran una gran compañía. ¿Y si les preguntaba si querían volver con él? Quizás a Viento no le importase.
–Viento, ¿podemos volver con Maya a casa?
–No creo que fuera buena idea para Maya, Jimmy.
–Me encantaría, Jimmy, pero moriría si salgo del agua. Dale recuerdos a Klara de nuestra parte. Si algún día quiere venir a vernos, aquí estamos.
“Y cómo le voy a decir yo eso si no puedo hablar su idioma. Jamás os encontraría” – pensó Jimmy entristecido, pero prefirió no decir nada.
Entonces, Maya se sumergió en el fondo del río y salió de nuevo a la superficie con el hocico cubierto de tierra rojiza. Con cuidado cogió a Jimmy en una de sus aletas, y con la otra escribió con mucha precisión sobre él: O64°30’0 S3°45’0″
–Así nos encontrará.
Jimmy se quedó más tranquilo sabiendo eso. Quizás para entonces Klara ya no sería una niña, sino una mujer aventurera. Se la imaginó cruzando el Amazonas, vestida de exploradora y con una gran mochila a cuestas.
–Jimmy, tenemos que marchar – dijo Viento – hay que volver. El cielo empezaba a oscurecer y había nubes rojizas en el horizonte – parece que hoy lloverá bastante, así que el viaje será un poco más incómodo.
Y así fue. Mientras volaban por el cielo, Jimmy vio los truenos más cerca que nunca. Su ruido era aterrador, y cada vez que retumbaba por el cielo se encogía. Las nubes se volvían cada vez más negras, hasta que hubo absoluta oscuridad. Jimmy se aferró a Viento con todas sus fuerzas.
Al cabo de unas horas los truenos empezaron a oírse cada vez más lejanos. Parecía que lo peor ya había pasado. Las nubes empezaron a despejarse, y pasaron de ser negras a volverse grises. Cada vez había menos. Incluso a lo lejos, ya se empezaba a ver alguna nube blanca.
Jimmy estaba cansado. Había sido un largo viaje. Normalmente, las hojas caídas del árbol no duraban tanto tiempo. Por lo que sabía de sus hermanas, al caer se habían posado a los pies del árbol. Luego, habían sido cubiertas con otras hojas poco a poco. Finalmente, cuando ya llegaba el invierno, una manta de nieve les cubría hasta que se dormían del todo. Lo que llegaba a pasar con ellas no se sabía con certeza. Cuentan que, una vez cubiertas con la nieve, se hacían pedacitos pequeños, se enterraban bajo tierra y de ahí nacían nuevos árboles.
Sin embargo, la historia de nuestro amigo Jimmy acaba de una manera muy diferente.
Y es que mientras veía como amanecía y el cielo se volvía de color rosa, vio que ya estaban llegando a casa. En la distancia, en medio del parque, estaba el árbol. Su árbol.
–¡Ya llegamos! – gritó, aunque apenas le quedaba voz.
Desde lo alto vio una melena rojiza recogida en dos trenzas y una boina a su lado. No había duda de quiénes eran.
–¡Me ha dado un vuelco el corazón! – exclamó. Quería ir más y más rápido para llegar cuanto antes.
Mientras tanto, Viento empezó a descender. Cuando cruzaron las últimas nubes antes de llegar al claro, el sol ya iluminaba el paisaje tímidamente.
Sin embargo, hubo algo que Jimmy no esperaba: Apenas quedaban hojas en el árbol. Cuatro, a lo sumo. Las demás cubrían el suelo, reposando las unas encima de las otras. “Otoño”, pensó Jimmy. Se entristeció, recordando lo bonito que estaba el árbol lleno de flores en primavera.
Pasaron cerca de un charco y Jimmy vio su reflejo en el agua. Ya no sólo era un poco amarillo. Era casi amarillo por completo. Apenas quedaban rastros de verde en él. Incluso empezaban a salirle puntos de color rojo. En cierto modo estaba muy bonito. De hecho le gustaba. Era de tres colores.
Viento le dio un último empujón y sintió como se posaba sobre el libro de cuentos del abuelo. Este interrumpió la lectura y cogió la hoja con delicadeza por el extremo. Klara no tardó en alargar el brazo. Ella también quería verla.
–Anda abuelo, ¡mira qué bonita! ¡Tiene tres colores!
–Sí, es muy bonita. Parece que acaba de caer – dijo mientras ambos elevaban la vista al cielo mirando las ramas que había sobre su cabeza.
–Tiene algo escrito…. O64°30’0 S3°45’0″ ¿Qué quieren decir esos números abuelo? ¿Es un teléfono? ¡Porque menudo teléfono más raro!
El abuelo rio y le pellizco la mejilla a su nieta.
–Podría ser, pero no en este caso. Son coordenadas.
–¿Y qué es eso? – preguntó Klara. No había oído esa palabra antes.
–Las coordenadas son unos números que te muestran cómo llegar a un lugar concreto.
Klara se quedó callada unos segundos. Luego le empezaron a brillar los ojos.
–Entonces… entonces… ¿es el mapa de un tesoro? ¡Tiene que haber algo muy importante allí!
–Podría serlo, quien sabe.
–¿Vendrás conmigo a descubrirlo?
–Algún día– respondió el abuelo mientras le removía el pelo. –Ya es hora de ir para casa Klara, empieza a hacer frío.
–Jooo…a mí me gusta estar aquí.
–Y a mí…pero mejor ir a casa… sino nos pondremos malitos y no podremos ir a buscar el tesoro– dijo el abuelo guiñándole el ojo.
–Tienes razón abuelo, es verdad. Vamos a casa y así miramos en mi bola del mundo dónde está el tesoro….
Klara se levantó de un salto. Llevaba una enorme bufanda que le cubría el cuello. Era tan larga que uno de los lados se arrastraba por el suelo.
–¿Qué quieres hacer con la hoja, Klara?
Klara no lo dudó un instante. Le encantaba aquella hoja multicolor. Pensó en qué sitio podía guardarla para que estuviera a salvo. No tardó en dar con la respuesta. Abrió el libro de cuentos del abuelo por la página 19. “Maya, la delfina rosa”. Era su cuento favorito. El abuelo decía que, en los cuentos, siempre se estaba a salvo.
¿Qué mejor sitio para guardar el mapa del tesoro?