Llevo un tiempo queriendo escribir sobre la inteligencia y la sensibilidad y el modo (a mi parecer) en el que son recibidas en la sociedad.
La inteligencia siempre es objeto asegurado de una buena recompensa: sacar buenas notas o tener agilidad mental son virtudes destacables. Te dotan de capacidad resolutiva, aplicable tanto a aspectos cotidianos como profesionales. Uno cree que, siendo inteligente, las cosas serán más fáciles.
Ahora bien, ¿con qué ojos se ve a alguien sensible?
En muchas ocasiones, la palabra sensible se asocia con fragilidad. Ser sensible es hallarse expuesto ante la hostilidad del mundo. Aquellos que la detecten, hallaran los puntos débiles para sacar el mayor beneficio en relación con aquel que juega la posición menos aventajada.
No hace falta ir muy atrás en el tiempo: si le preguntamos a nuestros padres o abuelos, muchos de ellos estarán de acuerdo en que en algún momento la frase: “llorar es de débiles” resonó en las paredes de su infancia.
Esto hace que me pregunte que tiene de malo que uno se exprese. Una parte de entender las emociones es vivirlas. Si no se les permite quedan enquistadas, generando una profunda sensación de malestar.
La sensibilidad no debería comprenderse como algo negativo o como algo que nos limita: una persona consciente de su sensibilidad puede conseguir grandes logros. Gestionada adecuadamente, se convierte en un don.
La sensibilidad nos permite saber lo que necesita oír una persona en sus momentos de tristeza para sentirse mejor. Nos permite escucharla desde el corazón o hacer que se sienta acompañada con nuestra presencia.
Gracias a ella, comprendemos que cada ser es único, donde no existen los juicios, solo las circunstancias y el entender las percepciones tan diferentes y complejas que habitan nuestro mundo interior. Una sensibilidad bien trabajada conduce a uno de los grandes motores de la naturaleza humana: la compasión.