Lula tenía un trabajo muy importante. Probablemente, uno de los más importantes del mundo entero.
Cada veintiuno de marzo transitaba todos los senderos con un enorme ovillo a cuestas. Por supuesto, no se trataba de un ovillo cualquiera. Era verde y de sus hebras nacían flores de todos los colores. Con cada uno de sus pasos, Lula tejía los caminos secos y tristes del color de la primavera.
En un tramo del sendero algo se le atascó en una de las hebras, impidiéndole avanzar. Cuando giró la vista, vio que se trataba de una botella de cristal. Estaba rota y sus bordes eran muy afilados. Intentó agacharse a recogerla, pero el ovillo era tan pesado que no pudo.
Lula estaba muy mayor y apenas le quedaban fuerzas. Suspiró y miró a lo lejos, donde el paisaje aún era gris. En el horizonte se dibujó una silueta. Era la de un niño. Cuando llegó a donde estaba Lula se paró y la miró con curiosidad.
–¡Hola! – le dijo–Pareces triste. ¿Necesitas ayuda?
–Sí. Se me ha quedado la botella enganchada y no puedo seguir tejiendo el camino.
–¿Tejiendo el camino? – preguntó el niño asombrado –¿Todo eso lo has hecho tú? – dijo señalando el paisaje cubierto de flores a sus espaldas.
La anciana asintió con la cabeza.
–¡Qué pasada! Por cierto, me llamo Benjamín.
– Yo Lula.
Cuando el niño se agachó a recoger la botella, vio que el vidrio había cortado una de las hebras. La parte que se había desprendido estaba tendida en el suelo, y las flores que había en ella empezaban a marchitarse.
Poco a poco, los extremos de las hebras que aún había en el ovillo empezaron a apagar sus colores. Lula se dio cuenta porque sus manos se volvieron secas y rocosas.
Benjamín quería ayudarla, pero no sabía cómo. Pensó en darle agua para hidratarse, y aunque eso hizo que Lula se sintiera mejor, el aspecto del ovillo no cambió.
A medida que se volvía más oscuro, el color de la piel de Lula era más pálido. El ovillo formaba parte de ella como lo hacía el corazón.
Benjamín rebuscó nervioso en su mochila algo que le pudiera ser útil: agua, lápices, una linterna, pañuelos, gafas de sol… pero ninguna de esas cosas servía para ayudar a Lula.
Cuando ya no sabía que podía hacer de pronto se acordó de algo: llevo la mano a su bolsillo y de él sacó una tirita blanca con una flor de pétalos de colores dibujada. Gina, su hermana pequeña, tenía la afición de hacer dibujos sobre las tiritas porque decía que así las heridas curaban más rápido. Su madre era quien se encargaba de guardárselas en los bolsillos.
–Quizás esto funcione–dijo–es lo único que se me ocurre.
Se agachó a recoger la hebra que había en el suelo y la sostuvo en alto mientras buscaba el extremo de la otra. Después pasó la tirita alrededor de ambos extremos y la cerró. La parte donde estaban dibujados los pétalos de colores quedó mirando hacia el cielo, y de pronto, algo maravilloso empezó a suceder.
Las flores, muchas de ellas lánguidas y marchitas, empezaron a recobrar vida. Algunas hacían quejas, como si estuvieran doloridas, mientras otras no paraban de lanzar bostezos. Sea como fuere, una a una fueron ganando fuerzas, y poco a poco los insectos empezaron a venir. Las mariquitas se camuflaban entre las amapolas y las abejas, que eran bien presumidas, salían en busca de unos nuevos zapatos del mejor polen.
Lula recuperó la movilidad de sus manos y dejaron de ser rocosas y secas. Volvieron a ser suaves y las líneas de sus manos se dibujaron en ellas azules como pequeños ríos. Incluso si te acercabas a ellas, oías el agua.
–Gracias, Benjamín. La primavera es el renacer. Tu me has ayudado a renacer.
Lula dejó una bonita pradera a su paso. El viento mecía sus flores y se olía la frescura de su hierba. Era una pradera única, pues tenía algo de especial en ella: su hierba era blanca, y sus flores, pétalos de colores.