La dama gris

Cuando era niña me hablaron de todo tipo de monstruos. Desde los que petrifican con tan sólo una mirada hasta los que arrastran a sus presas a rincones que solo ellos conocen. Sin embargo, nadie me explicó que los monstruos no solo acechan a los niños. Al parecer, había uno al que muchos adultos conocían: le llamaban la Dama Gris.

No recuerdo que día entró en mi habitación. Ni siquiera por dónde lo hizo. Desde entonces, una gélida brisa tiñe cada rincón con un llanto silencioso. Su presencia no genera un terror paralizante. No hace que sienta un vértigo salvaje en la boca del estómago ni me eriza el vello de la piel. El terror que albergo es mayor: es el terror de no sentir nada. Sus garras forman una jaula alrededor de mis costillas, anulando las posibilidades de recibir una bocanada de aire fresco. De vida. Solo entra un dolor que se asienta pesado en el cuerpo y lo priva de toda liviandad. El plomo se convierte en el nuevo elemento que conforma mis músculos, y busca con desesperación un lugar al que huir. Un lugar en el que no me encuentre. Pero ella no se rinde fácil. Ha vivido batallas más duras y las ha ganado. Se adhiere tan fuerte a mi cuerpo que escuece. Su mirada es un pozo sin fondo que congela mi aliento. En él nadie me escucha, y sus paredes, resbaladizas y húmedas, me impiden trepar. Es entonces cuando asumo que ya es tarde. Que ya se ha adueñado de mí.

Echo un vistazo a mi alrededor. Ya no están los geranios en la repisa de la ventana esperando a que los riegue. Solo veo su tierra mustia, consumiéndose en silencio. Al otro lado del cristal un pájaro aletea intentando alzar el vuelo. Una de sus alas está rota y parece que en cualquier momento vaya a quebrar por completo, como un cristal haciéndose añicos. Su gorjeo es intenso y angustioso y tiene sus diminutos ojos negros clavados en el cielo a la espera de un milagro. Me compadezco de él. Con el ala rota, no hay equilibrio que pueda sostener su diminuta figura entre las nubes.

Giro la vista y la clavo en la pared enmohecida que hay frente al escritorio. Las fotografías enmarcadas reflejan una sonrisa que ya no reconozco en mi rostro. Unos ojos vivaces que me miran y parecen pertenecer a los de una extraña. La Dama Gris pone todo su empeño para que dejen de conmoverme mis propios recuerdos. Para que me cuestione si realmente son míos, o incluso si en algún momento valieron la pena. Si todo esto vale la pena. De sus labios agrietados y oscuros siempre sale el mismo susurro que desencadena mis peores pensamientos. Para qué. Para qué todo. Su voz es un zumbido agudo que escala mi nuca y entra por mi oído hasta convertirse en mi única verdad.

Ya me he acostumbrado a la crudeza de su tacto. Mis pulmones han normalizado respirar con agonía, como un náufrago a la deriva. Siento temor a respirar de nuevo. A respirar de verdad. A alzarme y caminar. Ella me dice que no tengo porque hacerlo. Que se convertirá en mi refugio. De nuevo, el susurro hace que me cuestione el propósito de mis acciones, si es que a caso existe. En mi mente, solo lo hace a través de un eco cada vez más lejano. Entonces me doy cuenta de que tengo miedo de perderla. De no reconocerme sin ella a mí lado. Me tiende la mano. Su tacto, escalofriante y maternal, me reconforta. En ese momento entiendo que he perdido la batalla, y que los peores monstruos son aquellos de los que nadie habla.

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